Nunca como hoy los puestos de discos en Quilca presentaron tan poca sorpresa para mí. Quería el Happy Sad del genial Tim Buckley, pero por alguna extraña razón solo encontré uno y otro ejemplar de Jermaine Jackson (el hermano del finadito Michael). Y di vueltas por diversos lugares, en especial por el hueco de un patita que tiene cosas excelsas, pero nunca lo encontré ya que su puesto estaba cerrado. Pensé de pronto detenerme en el Queirolo a comer una butifarrita y tomarme un pisquicho. Pero no lo hice. En un estante al que nadie miraba hallé un libro con una carátula muy interesante, impreso en los ochentas, llamado "Arriba Alianza". Lo malo es que no pude darle una ojeada ya que estaba embolsicado. Debí haberlo comprado de todas formas, como buen hincha íntimo que soy. Reliquias de antaño como esas, o las encuentras por pura fortuna o simplemente van directo al bául apolillado de lo inservible.
Crucé a la vereda del frente a probar mejor suerte.¿Se acuerdan del señor de los discos, aquel casero itinerante que decía haber vivido en los años pioneros del hippismo, habiéndose metido abismales cantidades de cáñamo con Pablo Luna de los Yorks? Pues bien, lo encontré por ahí al vejestorio ese. Todo saleroso el morocho chuchesumadre, metiendo mano entre sus cajas de longplays usados. No me reconoció y tampoco le pregunté por su larga ausencia durante el 2008. Con verlo vivo, ahí entre su chatarra musical, me bastaba. En fín, tampoco hallé nada que me moviera la cabeza ahí entre las polvorientas rumas de esa galería con olor a formol. El cielo se estaba nublando mas de lo esperado, y pensé que podía ser mas útil guardar mi dinero para la tarde. Para la noche. Para posteriores diversiones.
Tomo el bus morado rumbo a Salaverry y me quedo en el primer asiento algo temeroso. Y se preguntarán por qué seguramente ustedes.... pues bien, es que en el viaje de ida unos escolares gran perras -que paradojicamente salían del colegio "Dante Alighieri"- se aprovecharon de mi distracción y me lanzaron un lapicero, que irrumpió violentamente desde mi ventana hacia el interior del vehículo. ¡Ay de los putas si hubieran sabido mi nombre! me hubieran rendido reverencias como su santo patrón.
Lo único que atiné a hacer ante tal agravio, es ver si el bolígrafo volador no había dañado a nadie que no haya sido yo. Y sí, por suerte nadie salió malherido. Tan sólo un pasajero a mi derecha, anonadado con la súbita presencia del objeto bajo sus pies. Lo miré y sentí, en el sentido más literal de la palabra, que se hallaba "en mis zapatos". Le regalé una sonrisita cómplice, y al poco rato me olvidé.
jueves, 9 de julio de 2009
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