Ficciones # 1
Hola a todos, me llamo Juan y ahorita me duele un montón la cabeza.
Igual no hay problema, un hombre debe hacer lo que tiene que hacer, y pues bien, para eso estoy hecho yo. Especialmente en la brevedad de mis preciados momentos libres. Fuera del trabajo. Fuera de la rutina. Fuera de tantas caras, canas y culos que debo suministrar diariamente en aquel frío lugar donde me gano la vidú. Por eso me gusta escribir. Para sentirme menos solo y ordinario, a pesar de que quizás a nadie le importe un pepinillo leerme. Ya quisiera, pues, ser como El Hocicón (aquel diario deportivo que sigo con tanta devoción). No tengo ni lectores ni mucho menos hinchas. Solamente recuerdos inconclusos y ásperas observaciones sobre un presente que me persigue como un lastre, desganado y, francamente, DESESPERANTE. Por eso es que utilizo también este viejo cuaderno. Para escribir con el pulso tenso, en sus páginas, toda la bola de cosas que hace tiempo quisiera gritar, pero que, en fin, no puedo. Es que lamentablemente debo mantener en estricta reserva todas las fuertes náuceas que me genera esta vida abombada. Porque a mi madrecita no puedo torturarla más con nuevos problemas de los que ya padece, por ese maldito temblor que hace mes y medio le ha comenzado a hacer bailar las manos. Y bueno, con los abuelitos que cuido por las tardes, ya más que suficiente con la bien ganada paciencia de la que me he hecho insigne por aguantarles sus cojudeces de seniles ilusos. 'Ta que parecen estoneados, absolutamente indiferentes al hecho de que capaz mañana se van a la otra, disfrutando con absurdo deleite el que les hagamos cantar canciones de retardados mentales para que les de la puta gana de tragar de una puta vez su puto caldo de gallina, a la hora del almuerzo, y sonriéndonos algo ruborizados a la hora de calatearlos para que se den una ducha, mientras mis compañeros y yo, a la vez que les refregamos -con cierto asco- su gastada dermis, nos reconocemos sin el menor beneplácito ni orgullo en esta loable labor que dicen que es la del cuidado de ancianos en un geriátrico. Ni modo. Por ahora, eso es lo que hay. Igual, no voy a ser careta y decir que me genera una paz inmensa en el corazón el hacerme cargo de estos abuelos de la nada. Antes más o menos... pero ahora YA NO. Todo en mi vida parece ser, actualmente, como las galletas en fecha de vencimiento. ¡Maldita sea, oye, por qué nadie puede ir al supermercado - al menos un día- por mí (o junto a mí) y tener la gentileza de ayudarme a abastecer mi despensa con productos frescos ! Todo se está pudriendo, pues. Todo en estado de descomposición. Mi vida, mi madre, y estos viejos, cuyos ingratos hijos millonarios, han decidido poner en alquiler para que no les estropeen así el fulgor de su lozana y exitosa existencia.
Tengo que estar atento. No hay otra forma y ya lo he comprobado. Desde las 6 de la mañana, en que abandono mi comodoy, tengo que estar atento.
Sí, sí, y no es que sea un tipo todo cuadrado y que ande con delirio de persecución continuamente por la calle. Lo que pasa, pues, es que esta ciudad me ha ido enseñando que si en un momento determinado no reaccionas ante un estímulo con prestanza y efectividad, pues, es posible que a lo mejor te ganen la partida, el cupo, y termines perdiendola carrera, tontamente, por tan sólo una nariz. Como con los caballos en el hipódromo.
Uno no puede ser lerdo todo el rato.... Yo ya suficiente con toda la pasividad encapsulada que cargo a mis espaldas todo el día. Con mi "bendita" paciencia y mi cara de oveja dócil. No está mal, es mi rol, ya lo asumí así, pero a veces sencillamente debería ser un ave rapaz.
Por poner un ejemplo.
El jueves pasado salí del geriátrico, como de costumbre, a las 7 con 15 de la noche. No había sido -para nada- un buen día. Los viejos estuvieron más engreídos que de costumbre. Incluso a don Pedro se le roció el tuco por encima de mi folder de diagnósticos. Es decir.. literalmente se cagó en mí, el abuelito este . Pero ni que hacer, limpié el folder, por ahí la chica de limpieza me prestó algo de desinfectante y, un tanto contrariado, volví a guardarlo dentro de mi maletín de cuero. No había tiempo de más, mami me esperaba en casa para tomar juntos el lonche, y para mí -ahora que ella está jodida con esto del Parkinson.- no hay cosa más importante que regalarle alguna que otra alegría. Por eso es que aún sigo viviendo con ella bajo el mismo techo. En realidad creo que somos dos carentes de amor en este mundo, la vieja y yo.
Me dijo en la mañana, antes de salir de casa, que iba a pasar por la pastelería del Raulito para comprar esa tartaleta de café y vainilla que a mí tanto me agrada. Lindo su gesto. Desde ya la esperaba con ansias. Sin embargo ya me olía un poquito rara -un poquito nada más- tanta dulzura de su parte. Me enteré a continuación, que el lonche no iba a ser de a dos, sino que también estaba invitada la arpía de doña Julia, nuestra "queridísima" vecina, portavoz barrial de la mierda. Vaya nochecita la que me esperaba, entonces. Una vieja más, que de seguro iría a derramar también su tuco sobre mi día, cómo no, preguntándome por enésima vez si no me daba algo de culpa seguir ganándome la vida como asistente en un geriátrico, enrrostrándome que para eso uno no estudia medicina durante 12 años, y especulando -tal y como siempre lo hace- con sus frasesitas armadas de suspicacia y mala leche, sobre mi opción sexual, al no haber tenido yo, desde nunca, una chica.
Hacía un frío asqueroso y el viento mandaba todo mi cabello a cubrirme los ojos, a obstaculizar mi vista. Cosa que detesto tanto por la incomodidad de no mirar bien, como por su propia anarquía estética. Me pasé la mano derecha por la frente y pude sentir que aún me olían algo los dedos a la caca don Pedro. Vaya maldición. Procuré caminar por la vereda menos transitada para así no sobresalir como 'el apestado', y recé mucho para que la combi en que me tocara subir no estuviera tan repleta. Ahí sí, en especial por la pésima costumbre que tienen los pasajeros de cerrar completamente las ventanas, se notaría claramente que si algún olorcillo a bosta sobrevolaba, sólo había un culpable a quien observar con lástima e igual y espumeante expresión de rabia. Vaya maldición, conchesumadrecita....
No tuve mucha suerte, en verdad. Esperé como media hora a que algún vehículo apareciera con cierto espacio libre, pero fue imposible. Al quinto o sexto que frenó en seco, decidí abordarlo. Insisto, estaba descontento con el clima, con mis dedos, con mi pelo, y si algún consuelo podía albergar mi mente, era pues la idílica imágen de aquella tartaleta de café y vainilla con que me estaba esperando mi madre -y la odiosa vecina- para el lonche.
Me hice paso, como pude, entre la barbarie de cuerpos agotados y abarrotados entre sí tras el fin de una nueva jornada, los cuales, lamentablemente, parecían estar resignados -en silencio- a la desdicha de tener que aguantar parados y cogidos de una columna de fierro, en una combi apestosa y/o lata de sardinas, la hora y media que, en el mejor de los casos, les tomaría regresar a casa.
Y es que a esta hora de la noche ya no quedaba algún asiento donde poner el culo. Parado y con la mano alzada nomás (y oliendo a caca) me dispuse a soportar el largo trayecto.
No lo voy a negar, a pesar de todo ese ambiente hostíl, hervido y enemigo de cualquier sinonimia al término confort, sentí un ligero deleite al divisar muy cerca de mis hombros la ensortijada cabellera de la mujer que estaba a mi costado. Delicados y larguísimos rizos negros, que en medio de toda esa hediondez (la del carro y la de mis dedos con olor a pufi) perfumaron totalmente mi panorama, calaron hondo en mi espíritu arruinado y pesimista, e hicieron que el inicio de aquel viaje me robara, de pronto, una sonrisa.
Entonces procedí a observar la cara de la muchachita, y la verdad que quedé embrujado (intimidado también) cuando ella, al notar que este cojudito de pelo desordenado y maletín de oficinista malpagado la estaba lookeando, no tuvo mejor obsequio -involuntario seguramente, pero obsequio para mí al fin- que sonreírme.
Me quedé perplejo y congelado. Me hice el loco. Por un ratito nomás, aunque sea para no quedar tan rápidamente como un pajero ocasional más, de esos que ofrece la ruta metropolitana. En eso, experimenté la súbita elevación de ese otro loco, ese locaso olvidado y mal tenido que, con más pena que gloria, sobrevive tras el algodón de mi truza Kayser, y así, sin más ni más, perdí la compostura y necesité observarla de nuevo a la niña linda esta, pero ahora sí, de pies a cabeza. Es decir, un escaneo total... pero astuto. Tenía que ser bien caleta, pues, si es que no quería quedar como el último humano virgen.
'Cha que en verdad estaba divina la condenada. Además, me gustó su particular estilo. No era, en lo absoluto, como yo. No era difícil notar que su vida era mucho más divertida y plena que la mía. Sostenía con su otra mano un skateboard, y tanto en él como en la negra polera (con capucha) que lucía, destacaba el colorido logotipo de una conocida banda de rock.
Yo no escucho rock, pero qué chucha. Igual ella se veía fascinante, una irresistible aventura colombiana (comprobé que era de aquel país, por el marcado acento que derrochó al dialogar por el celular con su padre diciéndole que ya iba en camino a casa. "Ayyy papi, oiga, ya estoy yendo a casita"). Sentí ganas de conocerla, así de rápido. Caso insólito para alguien como yo, que lleva -practicamente- la totalidad de su vida sin haber sentido la vocación de interesarse por una mujer. Y eso que no soy cabro, ah. No sé, simplemente las chicas que he conocido me han parecido hasta ahora o feas o tontas. A lo mejor porque se asemejaban a mí, y bien, pues, siendo estrictos defensores de la verdad.... yo muy bonito no soy ni tampoco favorecido intelectualmente.
Por eso es que a lo mejor me llamó la atención, con tanta potencia, esta skater rockera.
Un bebito, que estaba sentado en las faldas de su madre, atrás nuestro, de pronto jugueteó, dándonos pataditas en nuestros trastes. Yo que soy desconfiado, recién me di cuenta que la malcriadez provenía de un mocosito, al darme media vuelta para divisar quién era el chuchasumadre que se hacía el futbolista a nuestras expensas. La picardía del infante y mi ridícula manera de estar a la defensiva, no hizo más que provocar una tierna sonrisa -aún más bella que la anterior- en la chica linda. Nuevamente puso sus ojasos en mí, y yo me sentí en el cielo. Dios mío ¿Hace cuánto, nadie que no fuera mi madre, me ofrecía un gesto así, tan bello y desprendido?
Era sorprendente el efecto que estaba causando esta bella dama en mí. Muy pocas veces en mis 27 años, me había sentido así de emocionado, o mejor dicho, CONMOCIONADO.
Todo este inesperado sentir, me estaba haciendo palpitar como caballo de paso y olvidar -quién lo diría- el aroma desagradable que seguía impregnado -y ahora (a causa de esta sublime causa) macerándose con el nervioso sudor- en mis dedos.
Viene el rudo cobrador y me dice que a dónde me dirijo. Le digo que al cruce entre Unanue y Meiggs y deposito rápidamente las 3 monedas en su mano. Me da mi boleto y me advierte que le recuerde con tiempo el lugar de mi destino, pues hay un tráfico del diablo.
Desfiguro inmediatamente -como es costumbre- aquel boletito bueno para nada, y, en seguida, el sujeto le hace la misma pregunta a la bella. Ella, que ya había conseguido un asiento disponible para reposar como se merece, le dice con su riquísima voz de colocha ronquita al tío, que, oh sorpresa, también se bajaba en Meiggs, pero a la altura de la cuadra 12 (Yo bajaría en la 6). "¡Uyyyy!" -pensé. " Que se desocupe el sitio que está a lado de ella, y vamos a hablar todo el camino. Voy a ponerme valiente, encantador, y quién sabe, a lo mejor si tengo suerte, acaba acompañándome a comer la tartaletita en el lonche. Puta que sería precioso. Ya me imagino la cara arrugada y verde de la vieja puta de la doña Julia, al verme entrar a mi jato con esta princesa, con esta damita. Puta que la trataría con tanta dulzura...".
Del mismo modo que yo -no podía ser de otra forma, estábamos hechos el uno para el otro-, ella deposita las mismas 3 monedas que yo, en las delincuenciales y ajadas palmas del hombre.
El acto estaba consumado. Ibamos a llegar juntos hasta Meiggs y deleitarnos recíprocamente con nuestras mejores historias. Ibamos a conocernos de verdad. Vaya final de tan cáustico día.
Sin embargo, parece ser verdad esa frasesita de que "El diablo más sabe por viejo que por diablo", y el huevas le increpó a la chiquilla que el pasaje hasta la 12 de Meiggs es 3 monedas con 50 centavos. Yo frunzo el ceño. Y ella, haciendo gala de su espíritu combativo de skater y rockera, le responde alterada que "No hay forma, oigame. Que yo siempre pago 3 monedas hasta Meiggs". Y pucha, en verdad mi princesa tenía toda la razón, pues. Oigame, salí entonces de mi letargo, de la hipnosis provocada por su cautivante belleza de deidad urbana, de mi aburguesamiento patético de empleado público, y sacando cara por ella y por esta oportunidad "una en un millón" que tenía para conocer a la mujer de mis sueños, alcé la voz, puse la peor cara de hijo de perra y le vomité en la cara al pata : " No es justo señor, usted a mí me ha cobrado 3 monedas hasta el mismo lugar". Una vez finalizado este alegato y, sintiéndome el tipo mas cojonudo del planeta, seguro de haber desbaratado con mi certero argumento a la oportunista tozudez de ese triste cobrador, procedí a mirar a los ojos con firmeza y encendido amor a mi colombiana de ensueño. Ella también me miró - ay, si la hubieran visto...- con un agradecimiento tal y -puedo asegurarlo- una admiración inmensa por ese que era yo, desde entonces, el hombre que salió en defensa de sus derechos, ¡su hombre!, y juro, saboreé por un instante sus jugosos labios sin siquiera besarla.
Gloria, gloria, aleluya. Gloria, gloria, aleluya.
" O pagas las 3 con 50, o mejor bájate del carro ahora mismo, flaquita, y toma otra movilidad que te pague lo que quieres".
" ¿ ¿ Qué?? ¿Con que así es la cosa, oiga usted? Pues, no tengo nada más que 3 monedas ".
" Entonces bájate nomás, flaca"-sentenció el carcaman.
Entonces ella me lanzó una mirada lacerante, como diciendo "Haz algo, maldita sea, que de lo contrario todo nuestro plan se va a la mierda". Era mi momento estelar. Tenía que actuar veloz y con la sangre fría para evitar tan cruento desenlace.
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......................................................................................Pero oiga usted, me paralicé.
No pude tener los reflejos felinos necesarios para un momento de extrema urgencia como aquel. Mis apestosos dedos no pudieron sacar de la billetera aquellos 50 centavos salvadores. Mi boca no pudo abrirse, ni mi voz pronunciar ese viril "No te preocupes nena, no pasa nada... yo te regalo los 50 céntimos".
Entonces ella me volvió a mirar, en crudo silencio por unos 8 segundos más -que de seguro deben haber sido los más traumáticos y complicados de toda mi vida-, y pasado este lapso, al no obtener respuesta alguna de mi parte -vaya a saber yo por qué razon (por mi timidez, por mi miedo a concretar una verdadera aventura agradable, o por una cuestión de baja autoestima)- bajó raudamente de la combi y nunca más la volví a ver.
Entonces el cobrador, oportunista y miserable, a su vez hizo una mueca burlona.
Yo entonces comprendí, con suma impotencia y rabia, esa otra frasesita tan cierta que dice "El que no llora, no mama". Y fue en vano luego, que, apelando a mi desesperación por tan irreparable pérdida, me bajara a medio camino y buscara en las ventanas de otra combi, la imágen de mi dulce colombiana skater. ¿Y qué tal si era el amor de mi vida y la futura madre de mis hijos? ¿Y qué tal si esos 50 céntimos que nunca cedí, cambiaban para siempre el rumbo de mi podrido destino? Qué horrible es ponerse a pensar en las cosas que uno no hizo y, a lo mejor, debió de hacer. En su momento. Sin esperar. ¡Conchesumadre, debí ser un ave rapaz!
Volví a pie a casa, y para entonces ya no quedaba casi nada de la tartaleta. Mamá sufrió una grave recaída de temblores y depresión al rato de mi llegada. Me tuve que hacer cargo de ella y no dormí hasta la mañana siguiente.
Ah sí, para doña Julia sigo siendo un homosexual en potencia y un mediocre que sólo limpia culos de viejos.